Cerca de la costa, existe un espacio sin ruidos dentro del mar que te resetea todo el cuerpo.
Visto con perspectiva, hay toda una ventaja en marearte un poco cuando subes a un barco y es que aprendes a convivir con el tiempo. Te conviertes en una observadora permanente, una serviola algo amarinada bajo la calma y un sargento timonel al son de los nudos de mar.
La vela es un deporte exigente. Pero cuando no compites, el mar deja un sonido peculiar, adictivo, capaz de atraparte durante horas. La ingeniería ha hecho barcos más ligeros y resistentes; sin embargo, el mayor valor que hoy les doy es su adaptabilidad. Se deslizan más suavemente en un Mediterráneo costero, cálido, con sus rachas y siempre amable con el marinero de turno.
El mar no me marea, me marea el balanceo del barco. Y eso sólo ocurre en momentos puntuales. El resto del tiempo – y en un velero es mucho- hay tantas cosas para hacer como miradas hacia el horizonte de la nada. Plin, ring… los ruidos desaparecen, porque no hay cobertura o porque apagas el móvil. La experiencia de navegar por placer encierra la desconexión tecnológica social y esa es mucha desconexión.
Reseteas el cuerpo cada mañana, al amanecer, o justo antes de que el sol pique. De la civilización te llevas el protector solar, buena música, libros que luego no puedes leer, fruta, aperitivos y sorprendentemente, agua, mucha agua. Porque navegar da sed. Aprendes mucha terminología marinera; sin embargo, lo que más se aprende en el mar es la prudencia y los rituales.
La primera la aprendes a la fuerza: Sabes que cada cabo tiene su nudo. Tiene su sentido y todas las explicaciones empiezan con la frase “Por si…” Todo está condicionado por la fuerza del viento. Resulta que lo de perder un dedo -pies o manos- por el tirón de un cabo es más habitual de lo que parece. No obstante, lo que más me gusta son los rituales. Metódicos, ordenados, repetitivos. Interiorizas los movimientos y eso hace que sea como la versión premiun de subir en bicicleta.
El hecho de compartirlo en buena compañía rompe el estrés de las decisiones. Los compañeros de barco se convierten en los personajes de reparto de una serie de televisión. Puedes hacer un maratón, puedes hacer sólo un capítulo o puedes ir al puerto. Lo que no puedes es hacer ruido, pues los barcos no se hicieron para guardar secretos. Los veleros son pequeños cuartos flotantes de terapia y la experiencia me dice que es más divertido participar que mirar. Al final, siempre descubres gente interesante, manías nuevas y trucos sorprendentes para que el pareo no se te caiga.
Con el paso de los días, los momentos de paz son intensos. No los cuentas. El mar tiende a infinito y por eso, siempre que puedo, vuelvo. El patrón siempre lo dice: Hay que ver lo grande que es el mar y lo pequeñito que es mi barco. Cala forever.