De estética discutible, estrecha y casi invisible. La calle Julio Antonio de Alicante es una de esas vías chiquitas por las que pocos pasan y que atesora una de las señales de tráfico más polivalentes que he conocido. Después de pasar varias veces, comprendí que muchas de sus flores son el intento por adornar espacios públicos sosos, sin personalidad, que luchan por no morirse cerca de un huerto urbano y unas pocas casas bajas.
Esta travesía de la que fuera todopoderosa calle Sevilla. Se revuelve para significarse frente a los niños que ya no juegan en la calle y las mujeres que ya no toman la fresca a las puertas de su casa. Sólo salen a regar esos maceteros repletos de color y a los ruidos bruscos. Pero pocos ya las habitan como antes.
Allí llegué a jugar alguna tarde el siglo pasado, mientras mi madre visitaba a su tía y a su tía abuela. Ellas vivían en un piso de renta antigua que aún se mantiene en pie. Ellas ya no. Se fueron y ya no hay gente asomada en el balcón, o al menos, es raro verla.
La calle tiene su cosa, porque parece el hermano pobre de las encantadoras cuestas del barrio de Santa Cruz, que allá por mayo, desprenden color y construyen estampas realmente preciosas. Y al amparo de nadie y al cuidado de los que sobreviven en la zona, quiero reconocerles su aliento y su historia no desvelada. Sigo pasando por allí para inventar historias absurdas que expliquen la fiesta de maceteros sobre aceras encogidas y una calle que te dice: mejor por otro lado.