Estuve en París hace muchos años durante 22 horas frenéticas. Íbamos en coche a una velocidad romana -sólo en Roma se conduce a chento per chento– y vi con cierta fascinación su encanto. Así que me quedé con la expresión de ‘mon amour’ para dar a entender ese estado de admiración, de sorpresa, de no saber explicar y al tiempo querer seguir conociendo.
En esto del mundo del Marketing, me está pasando algo similar, y quizás os pase cuando una disciplina -dejemos a un lado a sus detractores- se convierte en un mundo al que siempre le encuentras algo nuevo; pero, sobre todo, cuando las sorpresas son de muy distinto calado. Primero están las chorradas. Sí, las tonterías que envueltas en ese halo marketiniano resultan ‘guauuu’ (onomatopeya utilizada en varias clases para indicar la máxima satisfacción del cliente). Después está la lógica de una actividad que hacemos casi a diario: comprar. Todas nuestras pautas, nuestras experiencias, hasta nuestro cerebro… eso tiene su miga y me resulta interesante.
Y luego está el París del Marketing, el que acepta que es una ciudad con miles de personas y sabe sacar su ingenio para diferenciarse. Créanme si les digo que la creatividad y la originalidad conviven en casa de un marketiniano, porque todo parece tan habitual y normal que dudas de si alguna vez no lo necesitaste. Lo mismito que ver la torre Eiffel. No le damos importancia porque nos hemos criado viéndola en películas o alguien nos ha hablado de sus historias de amor, pero no me digan que no es original hacerla de hierro y sólo sirve para subir y bajar. Ahora, su valor, su valor añadido, la experiencia de subir y bajar -como dirían en Marketing- es irrepetible.
Advertencia: sus experiencias tienen un precio y ellos lo saben. ¿Lo sabes tú?